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Esta mañana varias marchas han
recorrido las carreteras leonesas, algunas con destino al pozo de
Santa Cruz, desde Villablino, y otra, desde La Robla hasta León,
frente a la Diputación. Ambos lugares frentes de lucha de los
mineros encerrados, unos bajo tierra y otros junto al histórico
edificio de Botines.
En otra forma de protesta que a muchos
medios no les interesa mostrar, miles de personas se han echado al
asfalto a caminar juntos por el futuro de su región, de toda la
provincia. Al llegar a León los mineros de La Robla, uno de ellos no
podía contener la emoción y las lágrimas, tal y como muestra el
vídeo publicado en Leonoticias.com
Buscad las imágenes y vedlas. Ahora,
paraos a pensar en ese hombre, José Manuel. Cómo tienen que estas
las cosas para que un hombre hecho y derecho que ha trabajado durante
décadas bajo tierra rompa en llanto frente a sus compañeros de
profesión encerrados, mientras en la plaza entonan su himno a la
patrona, Santa Bárbara.
Pensad cómo cada día que pasa la
situación es más insostenible. Nadie ofrece una alternativa
mientras los políticos esgrimen sus argumentos de que no hay dinero,
a pesar de un rescate (ay, perdón, fondo de ayuda o cómo narices lo
llame Rajoy) de cien mil millones de euros servirán para sanear unos
fondos bancarios que siguen a manos de quien ya los llevó a la ruina
un día.
Reflexionad acerca de que la partida
presupuestaria para hijos de mineros ha pasado de algo más de 50
millones a apenas 2. ¿Cuántos tendremos que terminar nuestros
estudios a duras penas? ¿Cuántos se quedarán sin poder empezar una
carrera?
Más grave aún. El dinero que debería
destinarse a seguridad minera desaparece de los presupuestos. Si José
Manuel derramaba hoy lágrimas por el futuro de su profesión,
¿cuántas no habrá llorado por compañeros que la mina decidió no
dejar volver a ver la luz del sol un buen día? ¿Vamos a tener que
lamentar más muertes aún debido a unos tijeretazos al azar que
dejan impunes a instituciones como la Casa Real?
Ser minero no es un trabajo como otro
cualquiera. Su jornada laboral supone permanecer a kilómetros bajo
tierra, respirando un aire viciado, acumulando carbón en sus
pulmones, volviendo negra su sangre. Sienten el peso del mundo sobre ellos, mientras sacan a
la superficie el mineral que les permite dar de comer a su familia,
además de calentar su hogar en el duro invierno de la montaña.
Sí, es cierto que se prejubilan entre
los 40 y pocos y los 50 años. Sus condiciones físicas no les
permitirían continuar bajando al pozo pasada esa edad. No llevan a
sus espaldas horas de oficina, sino compañeros que perdieron la vida
por un error de seguridad, de cálculo, de mala suerte. Sus familias,
en sus casas, se ponen en lo peor si alguien, a deshora, llama a la
puerta. Se encoge el corazón si durante la jornada laboral del
minero es uno de sus camaradas quien está al otro lado del quicio de
la puerta. A veces es solo un susto, un accidente. Otras no hay tanta
suerte.
Aún así, luchan por ese, su único
modo de vida, por la única labor que conocen, por poder seguir
llevando el pan de cada día a sus hogares y proporcionar un futuro a
sus descendientes.
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